Rehab
Estaba llorando mucho.
Mañana, tarde y noche. Siempre he sido sensible, y por como fui criado, sensible es igual a marico. Pero nunca como ahora. Ahora si es verdad que me siento como el propio marico triste. Tenía como 3 semanas en eso.
Estaba entonces mariqueando tristemente, sollozando sin parar y me dije a mí mismo:
- Mí mismo, ya basta, deja la mariquera que nadie se ha muerto y tanto tú como los tuyos tienen salud y trabajo.
Respiré profundo y decidí ir al gimnasio para sacudirme la nostalgia. Llegué, estiré, le puse el peso correspondiente a la maquinita oxidada, y justo antes de flexionar los bíceps y apretar el culo, empecé a llorar descontroladamente de nuevo.
Como dijo el gran Palmer Eldrich en el mítico Código 7 de Vigalondo:
"El plan no funciona"
Ahí fue cuando por fin se me hizo evidente que no podría enfrentar esto solo. Gracias a Cristo tengo una suerte más grande que la flor de Zidane y no estaba solo.
Mi hermana, 9 años mayor que yo, mitad hermana mitad mamá, había estado monitoreando mi ánimo y desde mi primera lloradera ingobernable había estado buscando ayuda profesional para mí. Fue complicado, porque por cuestiones de visado, estoy en un vacío legal en el sistema que impide referirme a tratamiento psicológico/psiquiátrico por no tener acceso al ObamaCare australiano.
Finalmente, tras agotar muchas instituciones, ONG, y ser rebotado más que en una discoteca, le aconsejaron que fuéramos a emergencia del hospital principal de la ciudad y exagerara tipo Neymar para que me atendieran.
Por suerte no hizo falta, ya que me hubiese sentido el mayor hijo de puta de todos los tiempos si inventaba pensamientos suicidas para llamar la atención (o ser atendido).
Bastó con la verdad:
"Estoy llorando como recién nacido todo el tiempo. No sé bien por qué, asumo que por complejos, y traumas de infancia nunca atendidos; y tengo un miedo terrible de cagarla en el trabajo que recién conseguí y que representa mi esperanza de obtener una visa para un sueño".
Obvio que lo dije en inglés y sin la referencia cursi a mi tocayo, pero de algún modo la honestidad trascendió my pronunciación de Sofía Vergara y ablandó los ojos grises y gélidos de la psiquiatra gringa cara de tablet que estaba de guardia. Después de una breve charla sobre mis daddy issues y baja autoestima, la doctora aconsejó que me quedara en una habitación de salud mental por un máximo de 72 horas.
Cuando entré en el pabellón ultra moderno y pulcro me sentí como un rico y famoso entrando en rehabilitación, solo que sin la fama ni el dinero.
"Por ahora" Hugo dixit.
Tampoco pude evitar sentir culpa, pensando en los hospitales de Venezuela y en toda la gente que me importa que sigue allá, pasando roncha sin agua, luz, comida y medicinas mientras se derrochan los pocos recursos alumbrando un río de mojones.
Dormí bien endrogonado con Clonazepam y comprendí bien el por qué de la adicción de mi abuelita con esa maravillosa pastilla de Morfeo.
A la mañana siguiente, una enfermera risueña me levantó para desayunar. Salí al area común del pabellón y escudriñé el espacio minuciosamente.
Bordes romos en todos lados, vidrios blindados protegiendo el televisor, el DVD y hasta el reloj, tacitas de fisher price y cuchillitos de cartón, cartas, juegos de mesa, rompecabezas, libros para colorear, e incluso un border collie de peluche terapéutico , bien pesado y lleno de arena, tétricamente realista.
Me senté a comer por primera vez comida de hospital en Australia y me sorprendió la buena sazón que tenía a pesar de su aspecto pálido y desabrido. La enfermera me trajo una pastilla antidepresiva que tragué con recelo, temiendo que pudiese ser el comienzo de una nueva adicción.
- "A la mierda todo, mejor adicto que llorón" pensé.
De uno a uno, los otros pacientes, mis nuevos roomates por 3 días, fueron poblando la mesa.
La primera fue Cheryl, cuarentona, chiquita y rechoncha, hablando hasta con las plantas, con una cara melancólica que gritaba soledad a los 4 vientos.
Luego Matt, cuarentón también, parco, mirada perdida, callado, puro pendiente de ver las noticias y de decirle a la enfermara que lo deje salir para fumar cigarros.
Tercera Cassandra, que me conmovió particularmente porque no llegaba a los 20 añitos. Pelo rojo mal pintado, descalza, suéter gigante que ocultaba sus formas. Tenía además un peluche azabache de Dragón-Unicornio que no soltaba en ningún momento.
Finalmente Keraro, un keniano muy joven igualito a Paco el flaco. Éste último me dio la impresión de no tener ningún trastorno grave, ya que era muy social, amable y sonriente.
Me da curiosidad saber cómo ellos me verían ellos a mí, pero nunca les pregunté y nunca lo sabré y en realidad no importa tanto.
Comimos ensimismados, atontados todavía por la hora y las medicinas.
Solo Cheryl hablaba y hablaba, buscando ojos cómplices que la escucharan y le dieran algo de atención. Keraro y yo le seguíamos la corriente y asentíamos. Intenté por un tiempo hilvanar coherencia en su mensaje pero no demoré en darme cuenta que era una verborrea fútil. Entre sus desvaríos, confesó que vivía sola, no tenía familia ni amigos, y ni siquiera un aire condicionado que resulta más que necesario cuando el calor te azota a 45 grados por cuatro días seguidos.
Keraro me contó que él y su familia eran creyentes adventistas, y que por alguna razón que no comprendí (debido a mi aún precaria listening skill), tanto él como los suyos se habían quedado varados en esta ciudad en calidad de refugiados.
En los días anteriores, cuando estaba tranquilo en mis intervalos de llanto, me enfocaba con todas mis fuerzas en contar mis bendiciones (que no son pocas) y en ser consciente de lo afortunado que soy. También pensaba, y mucho, en la gente de Venezuela sorteando la crisis humanitaria; en mis amigos migrantes que se fueron en bus a pasar trabajo por sueldos miserables en países vecinos; en las mamachas provincianas vendiendo caramelos en cualquier semáforo limeño con su guagua en la espalda; y en todas esas injusticias globales como los niños chinos esclavos o aquellos que mueren famélicos en alguna aldea olvidada en África.
Pensaba en esto fervientemente, intentando convencerme de que en realidad, a diferencia de toda esa gente, no tenía motivo o tan siquiera derecho de andar lloriqueando todo el día como un pobre insecto, un pobre insecto marico triste.
Desafortunadamente, pensar en la desgracia ajena y la suerte propia no fue una estrategia más efectiva que ir al gimnasio.
Sin embargo, en aquel desayuno fue diferente. Tener a esta gente en mi mesa, con sus tintes únicos y diferentes grados de locura y desdicha en mi cara, me abofeteó en la jeta con una buena dosis de perspectiva.
Al rato, nos llamó una japonesita, terapista ocupacional muy entusiasta, para que fuéramos al taller de arcilla. Supuestamente, el tacto suave propio del material y la concentración que implica el acto creador, nos ayudaría a concentrarnos en el momento presente, despojando así de su tiránica autoridad a nuestro cerebro con sus clásicos pensamientos negativos.
No sé si funcionó en los demás, pero a mí sí me calmó bastante y me entregué de lleno a mi escultural tortuga.
Cheryl seguía hablando y de pronto se entristeció porque no había avanzado nada. Me dijo que le gustó como estaba quedando mi morrocoy y me pidió que le enseñara cómo hacerlo. Con la mejor voluntad del mundo y mi capacidad pedagógica ganada en años como tutor privado, le expliqué lo mejor que pude. Sus manos temblaban y no le respondían, por lo que se frustró pronto y estuvo al borde de las lágrimas.
Rápidamente le regalé mi tortuga y por suerte se calmo y siguió hablando sola.
Keraro recordó sonriente el Génesis y como Dios creó al hombre a partir del barro a su imagen y semejanza. Me conmovió profundamente su fe inquebrantable.
Cassandra amasaba su arcilla absorta, desganada. En un momento la facilitadora le pregunto cuál era su hobby favorito.
- Avoiding social situations.
Acto seguido se paró y se fue del cuarto sin decir palabra, llevando siempre su Dragón-Unicornio azabache pegado al corazón.
Matt estaba amasando una gran cantidad de arcilla dándole forma fálica. Se me hizo difícil contener la risa viendo la cara de la japonesita teniendo claramente un peliagudo debate interno. ¿Debo coartar la imaginación y creatividad del paciente o dejarlo terminar su gran miembro arcilloso de negro de whatsapp?
Realmente no sabría decir si estaba jodiendo, pero estaba fajado haciendo una pata de perro muerto, tieso y erecto, con bolitas incluidas y surcos prominentes que asumo representaban a las venas.
Justo cuando la japonesita parecía a punto de colapsar por el nivel de detalle y obscenidad del brazo e´ niño imponente de Matt, una enfermera abrió la puerta y me dijo que mi hermana había llegado a visitarme.
Me llevó donde ella y la abracé. Lloré de nuevo, pero esta vez no de tristeza sino de otra cosa difícil de explicar. Quizás fue una combinación de las pastillas, la perspectiva ganada o la situación en general. Pensé en ese momento que no podría amarla más, pero ella metió su mano en el bolso me demostró nuevamente lo equivocado que estaba.
Me había traído un pedazo de pan de jamón.
Mañana, tarde y noche. Siempre he sido sensible, y por como fui criado, sensible es igual a marico. Pero nunca como ahora. Ahora si es verdad que me siento como el propio marico triste. Tenía como 3 semanas en eso.
Estaba entonces mariqueando tristemente, sollozando sin parar y me dije a mí mismo:
- Mí mismo, ya basta, deja la mariquera que nadie se ha muerto y tanto tú como los tuyos tienen salud y trabajo.
Respiré profundo y decidí ir al gimnasio para sacudirme la nostalgia. Llegué, estiré, le puse el peso correspondiente a la maquinita oxidada, y justo antes de flexionar los bíceps y apretar el culo, empecé a llorar descontroladamente de nuevo.
Como dijo el gran Palmer Eldrich en el mítico Código 7 de Vigalondo:
"El plan no funciona"
Ahí fue cuando por fin se me hizo evidente que no podría enfrentar esto solo. Gracias a Cristo tengo una suerte más grande que la flor de Zidane y no estaba solo.
Mi hermana, 9 años mayor que yo, mitad hermana mitad mamá, había estado monitoreando mi ánimo y desde mi primera lloradera ingobernable había estado buscando ayuda profesional para mí. Fue complicado, porque por cuestiones de visado, estoy en un vacío legal en el sistema que impide referirme a tratamiento psicológico/psiquiátrico por no tener acceso al ObamaCare australiano.
Finalmente, tras agotar muchas instituciones, ONG, y ser rebotado más que en una discoteca, le aconsejaron que fuéramos a emergencia del hospital principal de la ciudad y exagerara tipo Neymar para que me atendieran.
Por suerte no hizo falta, ya que me hubiese sentido el mayor hijo de puta de todos los tiempos si inventaba pensamientos suicidas para llamar la atención (o ser atendido).
Bastó con la verdad:
"Estoy llorando como recién nacido todo el tiempo. No sé bien por qué, asumo que por complejos, y traumas de infancia nunca atendidos; y tengo un miedo terrible de cagarla en el trabajo que recién conseguí y que representa mi esperanza de obtener una visa para un sueño".
Obvio que lo dije en inglés y sin la referencia cursi a mi tocayo, pero de algún modo la honestidad trascendió my pronunciación de Sofía Vergara y ablandó los ojos grises y gélidos de la psiquiatra gringa cara de tablet que estaba de guardia. Después de una breve charla sobre mis daddy issues y baja autoestima, la doctora aconsejó que me quedara en una habitación de salud mental por un máximo de 72 horas.
Cuando entré en el pabellón ultra moderno y pulcro me sentí como un rico y famoso entrando en rehabilitación, solo que sin la fama ni el dinero.
"Por ahora" Hugo dixit.
Tampoco pude evitar sentir culpa, pensando en los hospitales de Venezuela y en toda la gente que me importa que sigue allá, pasando roncha sin agua, luz, comida y medicinas mientras se derrochan los pocos recursos alumbrando un río de mojones.
Dormí bien endrogonado con Clonazepam y comprendí bien el por qué de la adicción de mi abuelita con esa maravillosa pastilla de Morfeo.
A la mañana siguiente, una enfermera risueña me levantó para desayunar. Salí al area común del pabellón y escudriñé el espacio minuciosamente.
Bordes romos en todos lados, vidrios blindados protegiendo el televisor, el DVD y hasta el reloj, tacitas de fisher price y cuchillitos de cartón, cartas, juegos de mesa, rompecabezas, libros para colorear, e incluso un border collie de peluche terapéutico , bien pesado y lleno de arena, tétricamente realista.
Me senté a comer por primera vez comida de hospital en Australia y me sorprendió la buena sazón que tenía a pesar de su aspecto pálido y desabrido. La enfermera me trajo una pastilla antidepresiva que tragué con recelo, temiendo que pudiese ser el comienzo de una nueva adicción.
- "A la mierda todo, mejor adicto que llorón" pensé.
De uno a uno, los otros pacientes, mis nuevos roomates por 3 días, fueron poblando la mesa.
La primera fue Cheryl, cuarentona, chiquita y rechoncha, hablando hasta con las plantas, con una cara melancólica que gritaba soledad a los 4 vientos.
Luego Matt, cuarentón también, parco, mirada perdida, callado, puro pendiente de ver las noticias y de decirle a la enfermara que lo deje salir para fumar cigarros.
Tercera Cassandra, que me conmovió particularmente porque no llegaba a los 20 añitos. Pelo rojo mal pintado, descalza, suéter gigante que ocultaba sus formas. Tenía además un peluche azabache de Dragón-Unicornio que no soltaba en ningún momento.
Finalmente Keraro, un keniano muy joven igualito a Paco el flaco. Éste último me dio la impresión de no tener ningún trastorno grave, ya que era muy social, amable y sonriente.
Me da curiosidad saber cómo ellos me verían ellos a mí, pero nunca les pregunté y nunca lo sabré y en realidad no importa tanto.
Comimos ensimismados, atontados todavía por la hora y las medicinas.
Solo Cheryl hablaba y hablaba, buscando ojos cómplices que la escucharan y le dieran algo de atención. Keraro y yo le seguíamos la corriente y asentíamos. Intenté por un tiempo hilvanar coherencia en su mensaje pero no demoré en darme cuenta que era una verborrea fútil. Entre sus desvaríos, confesó que vivía sola, no tenía familia ni amigos, y ni siquiera un aire condicionado que resulta más que necesario cuando el calor te azota a 45 grados por cuatro días seguidos.
Keraro me contó que él y su familia eran creyentes adventistas, y que por alguna razón que no comprendí (debido a mi aún precaria listening skill), tanto él como los suyos se habían quedado varados en esta ciudad en calidad de refugiados.
En los días anteriores, cuando estaba tranquilo en mis intervalos de llanto, me enfocaba con todas mis fuerzas en contar mis bendiciones (que no son pocas) y en ser consciente de lo afortunado que soy. También pensaba, y mucho, en la gente de Venezuela sorteando la crisis humanitaria; en mis amigos migrantes que se fueron en bus a pasar trabajo por sueldos miserables en países vecinos; en las mamachas provincianas vendiendo caramelos en cualquier semáforo limeño con su guagua en la espalda; y en todas esas injusticias globales como los niños chinos esclavos o aquellos que mueren famélicos en alguna aldea olvidada en África.
Pensaba en esto fervientemente, intentando convencerme de que en realidad, a diferencia de toda esa gente, no tenía motivo o tan siquiera derecho de andar lloriqueando todo el día como un pobre insecto, un pobre insecto marico triste.
Desafortunadamente, pensar en la desgracia ajena y la suerte propia no fue una estrategia más efectiva que ir al gimnasio.
Sin embargo, en aquel desayuno fue diferente. Tener a esta gente en mi mesa, con sus tintes únicos y diferentes grados de locura y desdicha en mi cara, me abofeteó en la jeta con una buena dosis de perspectiva.
Al rato, nos llamó una japonesita, terapista ocupacional muy entusiasta, para que fuéramos al taller de arcilla. Supuestamente, el tacto suave propio del material y la concentración que implica el acto creador, nos ayudaría a concentrarnos en el momento presente, despojando así de su tiránica autoridad a nuestro cerebro con sus clásicos pensamientos negativos.
No sé si funcionó en los demás, pero a mí sí me calmó bastante y me entregué de lleno a mi escultural tortuga.
Cheryl seguía hablando y de pronto se entristeció porque no había avanzado nada. Me dijo que le gustó como estaba quedando mi morrocoy y me pidió que le enseñara cómo hacerlo. Con la mejor voluntad del mundo y mi capacidad pedagógica ganada en años como tutor privado, le expliqué lo mejor que pude. Sus manos temblaban y no le respondían, por lo que se frustró pronto y estuvo al borde de las lágrimas.
Rápidamente le regalé mi tortuga y por suerte se calmo y siguió hablando sola.
Keraro recordó sonriente el Génesis y como Dios creó al hombre a partir del barro a su imagen y semejanza. Me conmovió profundamente su fe inquebrantable.
Cassandra amasaba su arcilla absorta, desganada. En un momento la facilitadora le pregunto cuál era su hobby favorito.
- Avoiding social situations.
Acto seguido se paró y se fue del cuarto sin decir palabra, llevando siempre su Dragón-Unicornio azabache pegado al corazón.
Matt estaba amasando una gran cantidad de arcilla dándole forma fálica. Se me hizo difícil contener la risa viendo la cara de la japonesita teniendo claramente un peliagudo debate interno. ¿Debo coartar la imaginación y creatividad del paciente o dejarlo terminar su gran miembro arcilloso de negro de whatsapp?
Realmente no sabría decir si estaba jodiendo, pero estaba fajado haciendo una pata de perro muerto, tieso y erecto, con bolitas incluidas y surcos prominentes que asumo representaban a las venas.
Justo cuando la japonesita parecía a punto de colapsar por el nivel de detalle y obscenidad del brazo e´ niño imponente de Matt, una enfermera abrió la puerta y me dijo que mi hermana había llegado a visitarme.
Me llevó donde ella y la abracé. Lloré de nuevo, pero esta vez no de tristeza sino de otra cosa difícil de explicar. Quizás fue una combinación de las pastillas, la perspectiva ganada o la situación en general. Pensé en ese momento que no podría amarla más, pero ella metió su mano en el bolso me demostró nuevamente lo equivocado que estaba.
Me había traído un pedazo de pan de jamón.
Comentarios
Publicar un comentario